En febrero de 1909, el indomable guerrero y chamán de guerra apache Chiricahua, Geronimo, yacía en su lecho de muerte. Convocó a su sobrino a su lado y susurró: "Nunca debí rendirme. Debería haber luchado hasta ser el último hombre vivo". Fue una confesión de arrepentimiento de un hombre cuya persistente búsqueda de resistencia militar frente a probabilidades abrumadoras desconcertó no solo a sus enemigos mexicanos y estadounidenses, sino también a muchos de sus compañeros apaches. Nacido alrededor de 1820, Geronimo se convirtió en un destacado guerrero y curandero. Pero después de que su tribu fue trasladada a una reserva en Arizona en 1872, se convirtió en el foco de la furia de los asustados colonos blancos y de las crecientes tensiones que dividían a los apaches luchando por sobrevivir bajo presiones casi insoportables. Para los blancos enojados, Geronimo se convirtió en el archidemonio, perpetrador de crueldades salvajes inefables. Para sus seguidores, seguía siendo la personificación de una resistencia orgullosa, el defensor de las antiguas costumbres chiricahua. Para otros apaches, especialmente aquellos que habían llegado a ver el camino del hombre blanco como la única opción viable, Geronimo era un alborotador terco, desequilibrado por su sed inextinguible de venganza, cuyas acciones innecesariamente atraían la ira del enemigo sobre su propio pueblo. En un momento en que la rendición a la reserva y la aceptación de la civilización del hombre blanco parecían ser las únicas opciones realistas para los indios, Geronimo y su reducido grupo de chiricahuas continuaron luchando. Como últimos resistente, se convirtieron en la última fuerza de combate nativa estadounidense en capitular formalmente ante el gobierno de los Estados Unidos.