En 1910, el Ferrocarril de Pensilvania logró con éxito una enorme hazaña de ingeniería: tejer juntos la mitad oriental de los Estados Unidos construyendo túneles bajo los ríos Hudson y East de la ciudad de Nueva York, conectando el ferrocarril con Nueva York y, eventualmente, con Nueva Inglaterra. Los túneles terminaron en lo que fue uno de los mayores logros arquitectónicos de su tiempo, la Estación Pensilvania. Diseñada por el renombrado arquitecto Charles McKim, e inspirada en los baños romanos de Caracalla, la Estación Pensilvania cubría casi ocho acres, se extendía por dos manzanas de la ciudad y albergaba uno de los espacios públicos más grandes del mundo. Pero solo 53 años después de la apertura de la estación, ocurrió lo impensable. Lo que se suponía que debía ser el símbolo y representación del Imperio Americano estaba destinado a ser destruido. El Ferrocarril de Pensilvania, en apuros financieros, anunció que demolería lo que alguna vez fue su joya más preciada para construir el Madison Square Garden. Se necesitaron tres años para desmantelar la monumental estación de Alexander Cassatt. Como consecuencia de la destrucción, la ciudad de Nueva York estableció la Comisión de Preservación de Monumentos, salvando así al Terminal Grand Central de un destino similar.